1.Esperando a mamá.
Me dicen “La Niña”. Pero soy niña y soy mujer. Es verdad que a veces quiero que me traten como niña, otras como mujer dependiendo de lo que me convenga. No se como me van a decir cuando sea señora o vieja… No me han puesto nombre y ya casi cumplo 13. Mi madre dice que tengo el carácter arisco, como el arroz respingado. Soy morena, con el cabello largo y rizado, y cuando sonrío - dicen - Que ilumino hasta la cueva más oscura. Que llevo la alegría en los dientes. Que mi risa se ve antes de oírse. Que tengo una risa gitana.
El día va terminando. El frío se filtra desde las grietas de las paredes de piedra, pero estoy acostumbrada. Esta cueva, como tantas otras antes, se ha convertido en nuestro refugio temporal. Desde que soy niña, he aprendido a reconocer estos espacios como hogar, aunque solo lo sean por un tiempo. No necesito más para sentirme en casa.
Nunca nos quedamos mucho; siempre estamos huyendo, siempre listos para movernos con el aviso de Don Carmelo. Él es quien nos cuida desde las sombras, moviéndose entre los payos, esos que nos ven diferentes. Nos corren de todos lados, no nos dejan quedarnos en ningún lugar por mucho tiempo. No nos dejan trabajar, no nos permiten tener un lugar donde podamos hacer una vida buena. Y sí, no somos como ellos. No somos blancos. No pertenecemos a su mundo, tenemos el nuestro. No nos ven como personas. Para ellos y su gobierno somos algo que necesitan eliminar de sus tierras. Siempre hemos sido los que se esconden, los que huyen. En realidad nunca nos han dejado ser otra cosa. Somos diferentes y todos lo sabemos. Somos Calé.
Don Carmelo se mezcla con ellos, habla su lengua y conoce sus costumbres, lo suficiente como para sobornarlos y para protegernos cuando las cosas se ponen feas. Cuando nos avisa, sabemos que tenemos que salir corriendo, dejar todo atrás y buscar otro lugar. Así ha sido siempre. Estar alerta me es natural, lo que conozco desde que he nacido.
Mi madre siempre me ha dicho que lo único que tenemos es nuestra libertad, la capacidad de movernos cuando lo necesitamos. Y esa libertad no tiene un precio. Quizás no tengamos descanso, la paz, la seguridad… pero nos tenemos a nosotros. Somos lo que somos, eso nos une. Y ahora, aquí estoy, sola en esta cueva obscura, esperando. Mi madre no ha vuelto. Y han pasado dos días… y dos noches.
2.Si no vuelves, es porque no puedes.
Recuerdo el día en que mi hermano no volvió. Él, con su piel morena y sus ojos verdes, tan lleno de vida, tan lleno de fuerza. Era gallardo, con una presencia que llenaba el aire de alegría a su alrededor. Ese día no regresó. Cuando alguien no regresa, no lo buscamos. Eso nos pondría en riesgo a todos. Intuimos cuando han muerto, se siente, se sabe. Cuando no vuelven, ya sabemos lo que significa. Si los han pillado robando, dicen que los meten en la cárcel. Pero, generalmente no es eso. A veces simplemente los matan. Y entonces no hay vuelta. Si no vuelves, es porque ya no puedes. Así de simple. Y mi hermano no pudo volver.
Cuando no volvió, mi madre sacó la fuerza que lleva dentro cantando y bailando su tristeza. Hemos vivido tantas veces esto, que ya nada nos hunde, nada nos rompe. Ella con su alegría arrolladora, siguió fuerte, mostrando el orgullo gitano. Transformando el dolor en vida. Ella me enseñó que, si te duele algo, lo cantás; y si te llena de alegría, también lo cantás. Ella es muy hermosa.
Así lo hacemos, igual cantamos nanas que protestas, bailamos fiesta y bailamos pena. Todo cabe en el compás. En él está la magia que nos atribuyen cuando decimos la suerte, nos acompaña en el corazón. Es nuestro corazón. Y aunque pareciera que el compás es el mismo, el cambia junto con lo que le ponemos dentro, la fuerza, la velocidad o la emoción. Es la Intención la que grita dentro de su ritmo. Lo usamos para decir.
Desde pequeña aprendí que no necesito más que mis manos y mis pies para marcar el ritmo. Y aunque me quitaran mis manos y mis pies, le llevaría en mi mente y mi corazón. Le canto dentro. Es un ritmo que surge de la tierra misma, que nace en los talones y sube hasta el pecho, para salir convertido en cante. No importa si lo usamos para la alegría o para el lamento. Ellos no entienden lo que hacemos. En el compás nuestro refugio, en el compás mis raíces y mi gente. Nos pueden quitar lo que sea menos el compás del alma.
Siempre volvemos, siempre nos reencontramos, es nuestra forma de reconocer que seguimos vivos. Y ahora, estoy aquí, esperando. ¿Cuánto más debo esperar? El hambre me pesa en el estómago, pero no voy a salir sin ella. No puedo y tampoco tengo a donde ir. Activo mi sentido de intuición en el eco de mi corazón. Siento la presión de la incertidumbre. ¿Y si no vuelve? ¿Y si ya no la vuelvo a ver, como pasó con mi hermano? El miedo se cuela en mi pecho, y no lo alejo. Nosotros lo gitanos no tenemos miedo de sentir. Si Don Carmelo da la orden de irnos... no lo voy a obedecer. Pero él tampoco ha vuelto.
3.El compás del alma.
Me siento en la piedra grande y hago lo único que sé hacer. Cojo dos piedras, una en cada mano, y empiezo a golpearlas suavemente contra el banco de piedra. El compás me trae consuelo, me conecta con lo que soy. Siento el ritmo en mi cuerpo, dejando que el compás haga lo suyo, incluso en los momentos más oscuros. El sonido de las piedras resuena como un eco entre las poderes húmedas de roca y las imágenes de otros momentos. Siempre nos ha hecho reír, siempre nos ha hecho sentir acompañados. Sigo acentuando el sonido de las piedras, una y otra vez, y siento que mi corazón se alinea con él. El ritmo me envuelve, y entonces empiezo a cantar. Mi ayeos llenan la cueva, y el aire parece vibrar con cada palabra que sale de mí.
Mi maaee no ha vuelto,
Ay Dio mío, no la veo,
como a mi hermano el grande,
Ay, se lo llevaron lejo.
Mi maaee no ha vuelto,
Ay Dio mío, no la siento,
como a mi hermano el grande,
Ay, que no volvió a tempo.
Mi maaee no ha vuelto,
¡ay, Dio mío, y Don Carmelo!
No me iré si tú no vuelves,
Ay, aquí yo te espero.
Si vienen por mí los payo,
aquí yo me queo.
Y aunque vengan los payo,
maecita, yo aquí te espero.
A medida que mi voz de niña llena la cueva, siento cómo el compás se convierte en un llamado. No es un grito, pero lleva mi pena, mi fuerza, y todo lo que soy. Y entonces, como si el viento sonoro trajera de regreso a algunos de los nuestros, empiezan a aparecer figuras en la entrada de la cueva. Primero, solo veo sombras, pero poco a poco se convierten en rostros conocidos. Son algunos de los nuestros, los que han vuelto. No han vuelto todos, pero aquí estamos. Ellos escuchan mi cante, y veo en sus rostros la misma mezcla de tristeza y orgullo que llevo yo.
Uno a uno, empiezan a unirse al compás. Todos marcamos el ritmo con nuestras almas. Nos miramos en silencio. En ese momento sé que mi madre ya no volverá. Lo sabemos. En cada mirada siento el reconocimiento, la certeza de que, pase lo que pase, aquí estamos. No se si voy a poder ponerme de pie como lo hacia ella. La cueva ya no está vacía; está llena de nuestro latido, de nuestra resistencia. No necesitamos palabras, porque el compás dice todo lo que necesitamos decirnos.
Nos miramos a los ojos y siento que el corazón me late con fuerza. La pena mas pura que jamás había sentido en mi en mi pecho. Algunos empiezan a marcar un ritmo más rápido. Eso es lo que somos: gitanos que cantan, que bailan, que sienten, sin importar las circunstancias. Nos juntamos en el centro de la cueva, y empiezo a bailar también. Mis pies descalzos golpean la piedra, marcando el ritmo del nudo en mi garganta. Bailamos y reímos, no porque no duela, sino porque ese es nuestro modo de honrar a los que no están. Ese es nuestro modo de seguir adelante, de reconocernos vivos.
Sigo bailando pareciera que sin tiempo. ,En cada giro, en cada palma, siento la presencia de mi madre. Mientras el compás siga, ella sigue aquí, conmigo, con nosotros. “Las Alegrías” fluyen como el agua, mezclándose con el lamento que canté antes. Al final, no hay diferencia. Alegrías o Soleás, Seguiriya o Caña… todo es lo mismo: todo es un canto a la vida. Un canto que ni el tiempo ni la muerte pueden callar.
Porque no bailamos para olvidar, bailamos para recordar. No cantamos para que no duela, cantamos porque es nuestro lenguaje. Porque ser gitano no esta en el color de nuestra piel. No es el movimiento de un baile en el cuerpo o el sonido de una roca o bastón chocando al piso. Es la representación de nuestros miedos cotidianos; es nuestra dureza aprendida y añejada de generaciones; es nuestro orgullo de ser comunidad y la flexibilidad de no tener un arraigo; es la poderosa fuerza de nuestra resignación y la altanería de alguien que sabe que no tiene salida.
4.He elegido mi nombre.
Mi madre no volvió.
El destino nunca tuvo prisa de darme un nombre.
Así fue que viví la experiencia de nombrarme a mi misma.
Pedí que me dejaran de llamar "La niña" y me dijeran "Sol".
"Sol", por Soledad. La que se transforma cuando encuentro dentro de mí mi propio fuego. Y "Sol" por Luz. Porque puedo encontrar — a través del cante y del baile — el calor que necesito para brillar.
Porque en esa mezcla — de reconocer su presencia en mi fuego — como "Sol", sonrío y canto la vida entera: la que se dice en ese compás de 12 latidos sin tiempo.
✍🏽 Texto original de Avinasha Paola. Todos los derechos reservados.
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